“Nadie enseña a nadie, todos aprendemos de todos”, es un postulado del maestro Freire, que tiene la esencia de una concepción acerca de lo educativo, pues si bien es un proceso formativo, que debe crear condiciones de aprendizaje y desarrollo de la cultura, debe asimismo darse en un ambiente de confianza, donde no se sienta que simplemente uno (profesor) tiene la verdad, el conocimiento y solo de él se aprende, sino más bien, donde pueda darse rienda suelta a la imaginación, a la interpelación y a la construcción colectiva del conocimiento, pues cada uno tiene aportes y experiencias vitales en la formación de nuevos actores y la transformación de las realidades.
Como todo proceso en innovación genera grandes dificultades y tropiezos, por lo cual requiere voluntad, permanencia e insistencia por parte de quienes asumimos nuevos retos. Debe darse, por supuesto sin afanes, edificarse poco a poco, sin excesos, pues no se trata de pasar de un extremo a otro, sino ir despacio para fortalecer el quehacer en el escenario educativo.
Las
nuevas propuestas comunicativas/educativas exigen apuestas por la belleza, se
requieren narrativas constructivas y que partan de las mismas vivencias,
experiencias y sentires de sus protagonistas - participantes. La carreta, el
discurso largo, complicado y cantaletudo (retórica) no aguanta. Se requieren
mecanismos de seducción con productos/sesiones cortas y creativas, con
encuentros de cercanos, dialógicos y no de “alguien que habla” para un
auditorio pasivo.
Entonces
el educador debe ser, ante todo, un comunicador, esto es, ser capaz de estar en
sintonía con los receptores, conectarse con ellos, pues se puede ser
comunicativamente eficaz a partir del conocimiento y reconocimiento del
interlocutor. Esta ha sido la equivocación, creer que conocemos a nuestros
interlocutores y pararnos desde un lugar distinto para hablarles y hablarles,
incluso con retóricas extrañas, en lugar de propiciar espacios para “hablar
con” y entablar diálogos constructivos y seductores para conocer y reconocer
sus realidades y desde allí posibilitar su acción, su querer participar y tener
en cuenta sus aportes.
Es
también una propuesta para entender las nuevas maneras de ver, sentir y pensar
la realidad, desde una educación y cultura que modifiquen las estructuras
conceptuales y prácticas que venimos usando y que se adecuen a los nuevos
“sujetos”, que no estén sujetos ni sean preconcebidos, sino que se hagan así
mismos por sus maneras de entender el mundo, vivir su realidad y proponer sus
transformaciones.
Esto
nos compromete a asumir los cambios culturales para conectarlos con las nuevas
generaciones y afrontar las tendencias mundiales, especialmente la
globalización, la sociedad de la información y el conocimiento, los cambios en
la estructura familiar y sobre todo la competitividad, como lo afirma John Dewey “La inteligencia es la
capacidad de adaptación a un mundo en constante cambio”. Los recintos o las
aulas deben ser espacios abiertos que inviten a salir y entrar, pero que seduzcan
a quedarse por la gratificación que puede dar el estar conociendo, en un
ambiente de doble vía, donde no se impone o dicta, sino más bien se construye.
Así tendremos auditorios seducidos por formarse desde lo participativo y
estudiantes capaces de proponer y de multiplicar acciones y convocatorias.
Estas
tendencias proponen retos difíciles pero no imposibles y en la medida que se
ensayen y reformulen podrán convertirse en verdaderas alternativas para que lo
educativo sea un proceso permanente de construcción de conocimiento y de
posibilidades de convivencia pacífica, donde se puedan conjugar también los
usos culturales en relación con el contexto y las propias vivencias.
En
el escenario de la docencia universitaria hay aula, pupitres dispuestos por filas
y columnas, profesor, estudiantes - “alumnos”, llamada a lista, notas y se
dicta clase. Los contenidos se anticipan unilateralmente, se trazan objetivos y
se debe preparar en unas “competencias”. El estudiante entonces es un sujeto
pasivo, asiste a clase mirando el reloj y asume sus compromisos académicos como
una carga pesada por la cual debe responder como sea. Muchas veces incluso no
es conciente de la responsabilidad que tiene con su profesión, pues la
universidad es algo así como un escenario de encuentro, de vida social, de
poder seguir siendo y de validar ciertas prácticas sociales.
La
prospectiva del ejercicio docente, tiene que ver, entonces, con combinar lo
informal con lo formal, de alguna manera negociar los gustos de los estudiantes
con los intereses de quienes, de diferentes maneras, tenemos el compromiso en
su formación para la vida. La apuesta debe encaminarse a “refrescar” los
ambientes escolares, a lograr cierto grado de confianza y respeto mutuo para
que de alguna forma se construya conocimiento, lo cual implica aceptarnos en la
dinámica educativa desde nuestras prácticas y realidades sociales, políticas y
culturales.
Es
en ese contexto donde se debe “reconocer a la práctica misma como objeto de
conocimiento, que implica el reconocimiento de los sujetos”. Deben darse
diversos escenarios, espacios, formas y procesos donde se construyan conceptos,
ideas, juicios y conocimientos partiendo de las propias vivencias, donde se
ponen en común saberes, propuestas y experiencias de vida, pues es ahí cuando
yo aprendo y conozco del otro, incluso me reconozco en su mundo, en una
relación de iguales, que salva distancias y nos permite interactuar. Asimismo
está dado en la medida que se ejerce un conocimiento práctico, ya sea en el
“aprender-haciendo” o en el “hacer-haciendo” que trasciende y recrea el
conocimiento.
Es
ahí, en ese encuentro “cara a cara” de dos realidades que se repelan y
complementan, en tanto hay una permanente conversación, que en algunos casos
puede ser casual y en otros propiciada, donde podemos advertir y sentir al otro
no solo por lo cálido o frío de sus palabras, sino por sus gestos y ademanes.
Lo que facilita el proceso comunicativo va desde el simple sitio o espacio de
encuentro hasta los productos que se generan y ponen en la agenda local con
temáticas que de diferentes maneras les inquietan, gustan, interesan o aquellas
que proponen en su condición de transformadores de la realidad y la búsqueda de
mejores condiciones de vida. Es en últimas, en ambos casos, hay un escenario de
encuentro y una travesía por la transformación de la realidad, que es donde
converge lo educativo y lo comunicativo y se experimentan mutuamente desde el
hacer cultural, que en este caso viene siendo algo así como lo transversal o el
filtro por el cual pasa todo el proceso del conocimiento.
La
tarea no es fácil ni simple, pues por ejemplo durante muchos años nos han
acostumbrado a ser audiencias pasivas y receptoras esencialmente, el cuento de
lo participativo tiene que ver con estadios culturales como nos han formado
desde niños en la casa, la familia, el barrio, la vereda. En la familia, por
ejemplo, las decisiones tradicionalmente han sido verticales (papá o la mamá, a
veces los hermanos mayores) y el niño crece con “tapaboca”: cállese!, haga
silencio!, no moleste!, no raye las paredes!, escriba carajo!, en fin la vida
cotidiana se mueve al ritmo de los deseos y las decisiones de quienes ejercen
la autoridad.
En
otros ámbitos, pasamos de la democracia representativa, a la democracia
participativa, pero lo esencial sigue igual: las grandes decisiones las toman
unos pocos, no hay consulta ni injerencia de los gobernados en los asuntos que
les conciernen y simplemente deben obediencia. En lo comunicativo, el asunto de
la opinión pública es un sofisma que distrae, que supone cosas, visibiliza a
unos pocos y sobre todo está condicionada por el poder.
Hay
una urgente necesidad de entrar en sintonía y bajar ese carácter de fuerza,
obligación o tortura, si que quiere, para volverlo placer. Hay que seducir y
enamorar. Es importante darle una mirada a la educación antes del aula, a
algunos acercamientos que se requieren antes de proponer formas y contenidos.
La nota no debe estar mediada por la calificación, sino por una autoevaluación
y una evaluación que tenga inmerso el compromiso de ambas partes, valga decir
que valore más asuntos como la participación, las propuestas y el cumplimiento con los trabajos
(responsabilidades dentro y fuera del aula), que la misma “calidad” del
producto, que muchas veces ni siquiera es intentada por el mismo estudiante.