Guillermo Patiño Mesa
Retazos de vida trajinada de mi bisabuelo
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El alcalde se levantó del sillón, le miró las manos y sus pies semi desnudos, carraspeó y dictó sentencia: Don Rafa esta vez se le fue la mano y… hasta las patas, ahhh pendejo usted, si es que la volvió mierda, si la viera... no tenía ni una parte del cuerpo buenecita, por todo lado llena de ese rojo, no es que… le tocó irse pa`l hueco hasta ver cómo le hacemos con este asunto… Nooo… es que esta vez yo no puedo ayudarle, le dijo la autoridad, mientras Rafa seguía insistiendo que no era tan grave, que sólo le había cascado un par de palmadas.
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El alcalde se levantó del sillón, le miró las manos y sus pies semi desnudos, carraspeó y dictó sentencia: Don Rafa esta vez se le fue la mano y… hasta las patas, ahhh pendejo usted, si es que la volvió mierda, si la viera... no tenía ni una parte del cuerpo buenecita, por todo lado llena de ese rojo, no es que… le tocó irse pa`l hueco hasta ver cómo le hacemos con este asunto… Nooo… es que esta vez yo no puedo ayudarle, le dijo la autoridad, mientras Rafa seguía insistiendo que no era tan grave, que sólo le había cascado un par de palmadas.
Los alguaciles vestidos de azul rey ingresaron al
despacho, lo tomaron del brazo y lo condujeron al hueco, una casa vieja ubicada
en una esquina del parque del pueblo que servía de cárcel. Como no tenía mucho
uso, escasamente había un tubo oxidado por donde escurría un hilo de agua, con
poca luz y sin energía, de adobes desnudos y un piso revuelto entre el polvo,
el cemento y la hierba. La puerta de entrada era un portón de madera que alguna
vez fue rojo, que se ciñe a su marco con una cadena y un candado que insinúa la
seguridad del sitio, pues por dentro las paredes que lo encierran se están
cayendo y escaparse era tanto como encaramar el cuerpo y ya quedaba en la
calle.
Aunque muy pocos habían estado encerrados, no se sabía de alguien que
hubiera escapado, quizá porque encontrarlo era fácil y la pena se suponía
mayor. Así que Rafael o Rafael Tieso -como se le conocía en el pueblo- no puso
ninguna resistencia, albergaba la esperanza que esto era cuestión de un par de
días y volvería a El Piñalito, rancho de dos aguas donde vivía con Águeda, su
cuarta esposa, una mujer delgada, de rostro tieso, pocas palabras y muy
trabajadora, berraca sobre todo para “echar mocho” y “jartar guarapo”. Rafael
Tieso se la había traído de El Pedregal, una vereda de Sogamoso, unos meses después de que enterrara a
doña Bertha, su tercera esposa que había muerto sin ninguna bulla ni pena. Por
la noche se echó la bendición, se durmió y al despertar mano Rafa la vió con
los ojos trabados y quietecita en un eterno sueño. Mucho se dijo del mal trato
que le daba y de las tantas veces que estrelló sus puños contra el rostro de su mujer, mucho más de sus anteriores esposas y de la manera como de la noche
a la mañana le amanecían muertas, pero todo se quedaba ahí y Rafael Tieso
continuaba sus andanzas.
No hubo más martes de caminatas por el camellón de la
sabana para llegar a la estación del tren e ir a la plaza de mercado de Sogamoso a
vender la capellada y las suelas para los alpargates de fique que alistaban
durante la semana, ni tronches, ni regateos ni conversas con los compadres
mientras se escurrían unas cervezas o el machicambiao en el toldo de la comadre Inés.
No más ordeños, ni vueltas al sembrao de cebada, ni mucho menos golpes contra
la Águeda porque siempre hacía las cosas al revés y no servía ”ni pa´sacar las
gallinas a miar”. No más caldo teñido por la mañana ni mazamorra caliente en la
tarde, ni catre ni cobijas en la noche. Cada instante aguardó que llegará la
Agueda, que se apareciera para arreglar las vainas o que le trajera sus
guisaos, unas frazadas y el colchón, como las otras veces, pero los días se
hicieron semanas y meses y nunca se apareció, así que le tocó conformarse con una
chilajo e´ lana que un pariente le llevó y dormir sobre tres tablas que pudo
atravesar sobre unos adobes que recogió de las paredes que se estaban
agrietando. Y de comer lo que le arrimaban de la alcaldía y lo que de vez en
cuando alguien le llevaba por condolencia.
Y vio pasar las procesiones de la Semana Santa, los
cuerpos bien vestidos de los feligreses para la misa del domingo, las
algarabías de los estudiantes cuando salieron al asueto de medio año y muchos
entierros de medio pelo, de esos sin flores y donde los acompañantes
escasamente alcanzan para cargar al difunto. Y por entre sus paredes vio las fiestas de
agosto y las corridas de toros, hasta que un miércoles por la tarde llegó el
alcalde. Rafa lo miró con un suspiro alargado, sintiendo que con él venía su
salvación, pues ya era hora porque tanto tiempo le tenía engarrotados los pies,
las manos y hasta el alma. El alcalde le hizo saber que la cosa estaba difícil,
que de su mujer no se sabía nada, su paradero era un misterio, se había ido
como alma que se lleva el diablo y que por tanto no podía dejarlo ir, pero
tampoco podía tenerlo más tiempo porque al municipio le salía caro
mantenerlo ahí, así que todo se podría arreglar con una multa.
Rafael Tieso puso el grito en el cielo para hacer saber
que no tenía ni un centavo con qué pagar, que lo poco que le alumbraba estaba
en su rancho y todo había quedado abandonado a la voluntad de Dios Padre. Así
que el alcalde no tuvo más remedio que ordenarle volver a cercar en muros de
adobe la cárcel y una vez terminara podría largarse para su casa o para donde
se le diera la gana. El barro lo sacaría de allí mismo, la gavera y el tamo se
lo traerían lo antes posible y si quiere puede pedir ayuda, ahí están sus hijos
a ver qué tanto es que lo estiman –puntualizó
el alcalde- y se fue sin mediar palabra ni esperar respuesta.
Y esto que jue, qué habré hecho pa`merecer tanta
desgracia -se dijo Rafael- pero
ya va`ver la Águeda y la alcahueta de la mama, esperen que salga de esta joda y van a ver si es que no cogieron escarmiento con la cueriza que les dí lo´tra noche en la guarapería
de misia Jacinta en La Estación y siguió sumido en su pena, rascándose la cabeza
intentando adivinar lo que se habría inventado la Agueda para tenerlo
en ese suplicio, pues ni dormir había podido de tanta pensadera y
no saber ni qué fue de su Águeda, como si se la hubiera tragado la tierra.
El domingo siguiente vino su hijo Marco, el único que de
vez en cuando se aparecía, pues los otros hace años habían cogido camino y ni
más. Marco arrimaba cada ocho días con una mochila atestada de la harina de
siete granos, maíz tostado, un cocido de nabos, cubios, habas, chuguas, papas y
alverjas, que con el tiempo ya ni le entusiasmaba, porque más que eso siempre
esperaba señales de Águeda, pero esas nunca llegaron. Con él pudo cuadrar el
asunto de los muros y quedaron que los fines de semana se vendría con otros dos
obreros para ayudarle y que Rafa hacía lo que podía entre semana, pues no veía
la hora de salir de ese chiquero pa´ arreglar
cuentas y solo entonces se le vino a la cabeza la última jedionda muenda que le
dio a la Águeda y vio su dedo señalándole que esa sería la última vez que le
ponía la mano encima, porque como lo volviera a hacer ya vería, mejor dicho que
no se iba a aguantar más. Por mi santa madre que lo jodo, lo jodo -recordó Rafael Tieso- que le
gritó, mientras se limpiaba la sangre de la cara con las enaguas.
Aquella tarde de martes, como de costumbre se quedaron
escurriéndose unos guarapos en La Estación y por el camino de regreso empezó la
pelotera que se vino a consumar en El Piñalito cuando él le atizó tres golpes
en la cara y un par de patadas y a escabullirse por los lados de El Salitrico a
buscar tentaciones. Águeda hacía días tenía lista la cuestión, de una olla de
barro sacó sangre del chivo que habían matado dos semanas antes, se la untó
como pudo por todo el cuerpo y así agarró para el pueblo, sin dar explicaciones
ni atender llamados de la gente que encontraba a su pasó, hasta llegar donde
el alcalde y ponerle de presente como la había dejado Rafael Tieso. Ese ta`loco
señor alcalde, se le corrió, como no le bastaron las patas y las manos hasta
con el machete me dio y pua´ya dizque anda buscándome todavía. Esa fue su queja
y su prueba, ante lo cual el alcalde no tuvo más remedio que mandar a los
alguaciles a traerlo y encerrarlo sin advertir súplicas ni explicaciones como
en otras ocasiones, pues con lo visto quedaba sentenciado.
Para vísperas de navidad Rafael Tieso terminó lo mandado
y por primera vez se sintió preso, miro a su alrededor y solo vio muros de barro. El mismo había construido su encierro y hasta lo atropelló un sentimiento de gusto por estar allí, ya no extrañaba ni su rancho ni su libertad. No tenía ganas de
salir porque ni siquiera sabía a qué, pensaba que uno paga sus culpas y
que ese era el lugar para esperar la muerte. Dios mío deme una muerte pronta -se le oía en sus ruegos-, pero el alcalde lo obligó a
salir, porque después me acusan de no cumplir mis mandas -repitió y de nuevo se fue sin esperar palabra alguna-.
Desde ese instante Rafael Tieso decidió morir. Volvió por el rancho y se dio cuenta que la Águeda se había llevado todo, que de verdad lo había jodido. Lloró de la tristeza, no tanto porque se hubiera largado, sino por tanto tiempo de abandono y porque los ahorros que con sigilo enfermo había metido entre los adobes de El Piñalito también se los cargaron y lo único que le quedaba eran las paredes agrietadas del racho, un catre desajustado y un pedazo de estera donde una mañana de junio encontró la muerte después de haber aporcado una orilla de maíz. Su entierro también fue uno de tantos como los que vio pasar de “medio pelo” y muchos entre el chiste, la chanza y las habladurías, decían que lo mató misia soledad. Poco tiempo después su rancho quedó en el suelo, pues vinieron hijos, parientes, vecinos y hasta desconocidos a buscar la fortuna de Rafael Tieso y no escatimaron entre el piso, el zarzo y los muros hasta que no quedó un terrón sin esculcar. Todavía dicen que en las noches se ve que algo alumbra en El Piñalito y que esa tierra tiene algún guardado.